No sé si sabrás que las amapolas son flores y que antes de ser flores son capullos. A mí me gusta abrir los capullos de las amapolas y ver lo que hay dentro. Pero no nos detengamos, que tenemos que centrarnos en una amapola; y además, roja.
Sí, ya se que me vas a decir que es pequeña, la flor de la amapola, pero dicen los mayores que el concepto de pequeño es relativo, claro, y esto nos llevaría a tener que definir qué es ser pequeño y qué es ser mayor, y cómo tengo poco tiempo otro día te lo contaré. Pero no me puedo resistir y, por ejemplo, si yo soy grande, tú ¿qué eres? Me acuerdo de una vez en casa del médico, que éste le dijo a una señora que los virus no tenían puertas que se les resistiesen y que si su hijo había contraído la enfermedad por mediación de un virus no era por haber salido a la calle sino porque el virus se había colado por debajo de la puerta. Con todo esto me parece que estoy pareciendo un pensador y lo que yo quiero es ser un cuentista. No, no. No pienses mal que cuando digo cuentista no es que quiera vivir del cuento sino contarte el cuento de la amapola.
También hay que saber que la amapola antes crecía por todas partes, sin permiso de nadie, y ahora hay que pedir permiso para cultivarla por eso de las sustancias.
Al cuento.
Si nos situamos en un pétalo podemos sentir su suavidad, deslizarnos por sus pendientes hasta llegar a los estambres donde podríamos parar a descansar a su sombra (porque claro, no me imagino una amapola en invierno; ¿qué iba a hacer una amapola en invierno con frío y sin sol? Yo creo que no tendría sentido). En fin, después de descansar y refrescar un poco, treparíamos por los filamentos de los estambres y, de un salto, situarnos en la cumbre del pistilo y, desde allí, dado que se supone que es la parte más alta de la amapola, otear los trigales o los caminos o las montañas o los arroyos y ver los pájaros y el cielo y los insectos y, hasta si insistes un poco y te pones pesado, y tuviésemos un microscopio, ver algún virus.
También tendríamos tiempo de dormir la siesta mecidos por el viento de la primavera o del verano a la vez que oiríamos el murmullo del agua de los arroyos un poco embriagados por el olor del campo.
Pero ya es hora de dormir. Otro día te contaré la aventura de la leona.
Se me olvidaba: para describir bien una amapola roja hay que leer un poco más a Proust.
Cuando tenga hijos, les leeré este cuento. Y les podré decir que lo escribió su abuelo Francisco (o sea, mi padre). O mejor, que sea él mismo el que se lo lea a sus nietos.
d.
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