"Tómame,
oh noche eterna, en tus brazos
y
llámame hijo.
Yo
soy un rey
que
voluntariamente abandoné
mi
trono de ensueños y cansancios.
(...)
Desvestí
la realeza, cuerpo y alma,
y
regresé a la noche antigua y serena
como
el paisaje al morir el día".
ABDICACIÓN, Fernando Pessoa
Querido
hijo:
Zambúllete
en los pliegues del abismo,
heredero
del mundo.
Tú,
que renaces, cada noche oscura
del alma, de savias de árboles con muertes legendarias. Tú, que
cada mañana, con un beso en la frente, les cuentas todo lo que nunca
le dijiste a tu padre mientras ellos, vástagos durmientes, se tapan
la boca para no tragar calimas de nieve.
Tú,
que te abandonas voluntarioso a la cellisca. Abrígate, hijo, que la
guerra nos deja desnudos y la miseria se agolpa en los resquicios de
generaciones que no llegarán a pisar el verde de estas
tierras. Espada, brazos, manos, cetro, corona y espuelas, hijo. Bien
firmes, que no se nos rompa la esperanza; que no se haga daño la
bondad en este hielo que aguillotina
perfecta
mente
pupilas
que vigilan y deciden de qué mitologías estamos hechos hombres /
mujeres / bestias, de qué mitologías nacimos niños y moriremos
niños, también, pero más solos y más tristes y con más frío,
hijo.
Le diremos bajito a Caronte que escondemos un óbolo en la manga para un último
desvío a lo frágil, a la música callada, al arte de las cábalas
serenas --donde a veces fuimos felices--
antes
de ser
barro
para
nacer de nuevo.
d.
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