domingo, 13 de junio de 2010

A propósito de Lavoisier.

Química y literatura no son disciplinas tan alejadas. Hace algunos días, una persona sabia me decía que nada cambia; ay de mí, menos experta, pensaba en una canción de Fito Páez con el mismo juego. He salido a pasear: he ido al barrio en el que vivimos hasta que cumplí los nueve años. Es como si nadie se hubiera atrevido a tocarlo desde entonces. Faltaba un cartelito aclaratorio que narrara mi visita: "15 años después". Todo seguía igual pero distinto: la piscina, la parroquia de maristas, el colegio, el parque. He mirado fijamente las ventanas de nuestra antigua casa y las he repasado con acierto: el cuarto de mi hermano, mi cuarto, la galería de la cocina, la habitación de mis padres y la terraza del salón. Una mano sacudía un trapo del polvo. Ha sido de lo más raro. He sentido que me habían pillado. He vuelto a casa pensando en los días de catequesis, las bolsas sorpresa de veinticinco pesetas del kiosco de Tinín, la tienda de Beatriz con botellas de cristal de fanta que había que devolver para reutilizar y el bolígrafo de mil colores que me regaló el Padre Ismael al que le pregunté muy seria y muy convencida el número de hijos que tenía, claro.


Dicen que Lavoisier es considerado el padre de la química moderna porque revolucionó la ciencia en el siglo XVIII. Yo no tengo claro si los poetas que salen en el dominical han revolucionado la poesía del siglo XXI; lo que tengo claro son dos cosas: que están guapísimos con esos trajes de alta costura y que me faltan muchos nombres. En resumen, tengo la idea; pero no tengo las palabras. Como cuando Ismael me dijo que todos eran hijos suyos. Un lío.

d.