jueves, 8 de diciembre de 2011

Es que han pasado tantas cosas.

Cuantas más cosas me pasan, menos tiempo tengo para escribirlas.

Me traigo ciudades y nombres y abrazos y poesía. Libros que me han regalado llenos de palabras bonitas (y quién sabe si premonitoras). Vino, melocotones y un CD con una portada de un hombre que nadie sabe quién es y por el que nadie ha preguntado (aunque a todos nos parezca muy familiar). Me traigo cerves y una copa con sabor a fairy o a lejía aromática de limón, por lo menos. Un cumpleaños celebrado con el frío de la piedra, al calor de dos que se aman. Me traigo la vida y su envés, de pronto. Mi otra familia. No me lo traigo, me acompaña. El reencuentro de cuatro que siempre se han tenido, en realidad. Una mochila vacía y nueva. La anterior se quedó en mi despacho, llena de andaduras, aprendizajes y ratos (buenos y malos, también). Llena de una yo que ya no existe más que en la esencia. Me traigo discusiones sobre generaciones raras y puntos de vista enriquecedores. Me traigo poemas y voces (del extremo) y listas potenciales de tests adolescentes. Una invitación a Moguer, otra vez. Una ensalada de pueblo y muchas horas de tren. Ganas de ser indigna presentándome a premios, según algunos vecinos de La Rioja Baja. Un chófer profesor, una mochilera que escribe y que lee, y una soñadora adorable que estremece el alma y da abrazos muy azules y muy rojos. Y Nerea. Me traigo (y me sigo llevando) nueve que han aprendido lo que es trabajar en equipo. Me traigo un regalo de tahúr en el bolsillo, les quiero. Me traigo mucho, me he dejado mucho, también. Y lo demás, pues: no sé. Como el éxito por el Tourmalet.

La vida.

d.